LA ESCUELA COMO FABRICA

16 enero, 2011

 

 

            La escuela como fábrica: HE ALLÍ UN RETO. La escuela produce seres en series, moldes de individuos aislados y aislantes, adoradores del dinero, personas para quienes la piel es un límite y no un borde de prolongaciones y contigüidades; no un ser que tiene una ritualidad de pertenencia al espacio inmediato de vida, no un colectivo en cada ser, sino una isla en cada persona. Toda pleitesía a la escuela concebida en estos términos es al mismo tiempo una reproducción del sistema capitalista en sus más íntimos valores: adorarás al dinero por encima de todas las personas, usarás los vestidos del capital y creerás que constituyen tu propio ser. La escuela como subsistema del sistema económico y político capitalista también funciona con el mismo sentido de las fábricas, los ecos de esta relación provienen desde el nacimiento mismo del sistema capitalista cuando en Inglaterra los primeros empresarios contrataban niños desde los siete años quienes eran amarrados a las máquinas para que no las dejaran solas ni se distrajeran jugando, a muchos de ellos le limaban los dientes para reducir la cantidad de comida ingerida y menguar la sensación del hambre. Indudablemente que esta imagen, cruel, real y grotesca de las fábricas ha cambiado en el tiempo, pero nos ilustra suficientemente las vinculaciones entre los diferentes engranajes de un sistema, el acoplamiento entre los subsistemas, nos ilustra suficientemente la relación entre el aprendizaje y la estructura económica: es preciso transformar la materia prima del ser humano, su cuerpo en deformaciones y enfermedades, su alma, privándola de la libertad de ser. El sentido, la dirección de la producción dentro de la escuela no ha cambiado, sigue siendo el mismo, la reproducción de un molde de la subjetividad que se adose a los requerimientos del sistema y lo reproduzca, ya no dentro de los esquemas formales del aprendizaje, sino fuera de ellos; el ser humano es convertido en una propaganda andante, un eslogan viviente del sistema de cosas en el cual se desenvuelven sus deseos y sus frustraciones. La industria sigue buscando su utopía, salir del salario, hacer depender su existencia ya no del hombre sino de la robótica, de la tecnología; eliminar la presencia de las pasiones y de las necesidades dentro de sus límites.

Entra una materia prima, digamos que el niño o la niña: un ser que viene de un aprendizaje basado en lo emocional, lo afectivo; grandes hazañas realiza el niño dentro de la casa, caminar, hablar, oír, reconocer y ser reconocido, incluir su afectividad en la circulación de las emociones que de una u otra manera forjan su identidad dentro del hogar; es un ser que para elevarse como humano necesita del otro y de lo otro que es la naturaleza y la sociedad, pues los padres son representaciones de ese binomio imbricado e inseparable. Esta materia prima se vuelca hacia fuera para construir su adentro, con un sistema perceptivo abierto que lo impulsa a comunicarse con los demás, no sólo a través de palabras plenas de sentido, sino con su cuerpo, con su calor, con los tonos de las cercanías, pues el niño o la niña son seres grupales, son seres colectivos. En las sociedades indígenas el tamaño del grupo estaba, y aún lo está, conscientemente calculado, porque de este modo los controles del poder colectivo, los rituales de pasaje y las relaciones con los dioses pueden ejercerse con mayor eficacia, se garantiza además la reproducción de las subjetividades colectivas y se mantiene la historia y la identidad del grupo étnico en cuestión, el niño o la niña es aceptado como miembro de un grupo mayor a la familia a través de los ritos de pertenencia; allí el cuerpo es la hoja donde se graba esta adhesión, esta ley de ser y de estar. Pero en nuestras sociedades las familias se encuentran con espacios de socialización muy amplios que no permiten un control tan efectivo de las personalidades en el sentido de que el individuo no se aliene del grupo social; la escuela tendría ese papel, el de adherir a las personas al sistema en el que viven y, la escuela capitalista lo logra eficazmente, lo realiza cabalmente, sólo que este espacio de socialización reproduce no a un grupo, ni a una colectividad en valores como la solidaridad, la cooperación, etc. valores que el hogar enseñó inevitablemente, porque si estos fuesen los valores de pertenencia estaríamos en presencia de una escuela que no reproduce la ética y la moral capitalista: la competencia, el egoísmo, el individualismo, sino una que reproduce la ética y el poder difuso de las etnias indígenas, sobre todo las que han sobrevivido en Suramérica.  A la escuela entra entonces materia prima grupal y sale materia elaborada individualista. ¿Cómo llega a ocurrir esta deformación o esta producción de la deformación? Pues, la única manera es que la mercancía esté presente también en las relaciones extra e intraescolares, que allí prevalezca la alienación de nuestras potencialidades y éstas sean absorbidas por el famélico hocico del capital.

            El yo se forja como una extensión social, es un puente entre el individuo y lo social, si el ser humano quiere afirmarse como tal tendrá que sortear los avatares y los recovecos de esta relación que le permite su existencia; el yo es otro, decía Rimbaud. Estamos en presencia de un ser que al aprender a convivir construye al mismo tiempo su definición en una impropiedad, el ser humano no se pertenece, es una comunicación en permanente movilización de personalidades, su encadenamiento a lo social tiene dos órdenes, el del lenguaje y el del afecto. La escuela capitalista forma para hacer de la verdad una ilusión: la tenencia de la propiedad, el respeto a la misma, que es el fondo que subyace en la dictadura del mercado. La propiedad privada sin embargo, es la esencia del mal en el planeta, por ella la ley y su violación, por ella la defensa y el combate, por ella el “desarrollo”de los medios de destrucción, por ella la mentira hasta la escala del horror: el dinero es la expresión concreta de la propiedad y nuestra obsesión por él  una muestra de inmadurez histórica y personal, la cosa robándole los valores al ser, determinándolo, la mercancía se mantiene con nuestra sangre; la crueldad del sistema descansa en una ilusión. Todo lo rige la ley del mercado, orienta cada sistema y subsistema, y la escuela no escapa de ello.

La ley del mercado tiene como base la ruptura de los lazos de cooperación entre los hombres, pues toda relación social está mediada por el dinero y este impone y modela todos los valores. La escuela se sumerge en esta ley, y al igual que toda industria capitalista, también fabrica el aislamiento, produce individuos en series. Por tanto, toda la escuela, en cada una de sus partes, se engrana hacia la misma finalidad: reproducir el tipo de hombre que necesita el mercado, un ser que no se piense en otro esquema social ni productivo, un ser que sólo pueda concebir su existencia en el marco de una sociedad consumista y depredadora; consumir para poder ser, acumular para poder satisfacer. Un ser que pierde sus acciones de compromiso y responsabilidad con los otros y con la naturaleza, su otra parte.

 Un salón de clase reproduce a pequeña escala todo el funcionamiento del mercado y el sentido de todas las orientaciones sociales: un grupo de personas se relacionan convirtiendo sus necesidades en intereses y estos conllevan la conversión de las capacidades creativas en puntuación, es decir en calificar, clasificar, moldear, competir, premiar, cambiar. Las expresiones del saber, que son expresiones de libertad, son rebajadas y ofendidas al hacerlas formar parte de la distribución y reproducción de lo valores esenciales del sistema capitalista. Es por ello que el ser humano en esta sociedad casi no encuentra respuestas a las preguntas por su existencia, el sentido de vivir, el por qué y para qué de la misma, no hay un ordenamiento cultural que le abra causes a estas búsquedas, pero lo más grave es que el “avance” tecnológico en informática, microelectrónica, telecomunicaciones, etc. genera un ser humano que ya ni siquiera se hace esas preguntas, que ya no se angustia, que no sufre metafísicamente y no padece filosóficamente; las urgencias de la vida se reducen a no tener, a no poder consumir o a desear objetos. Casi no se vive

La medición es la presencia de la mercancía dentro del salón de clase, una expresión más del valor de cambio, la comunicación allí está rota, no es humana a plenitud, no se crean lazos de amistad sino lazos comerciales que a la vez son lazos de poder. La cantidad tiende a reinar sobre la cualidad.

El marco general de la incomunicación en la escuela sólo puede ser resuelto haciendo implotar su funcionamiento tecnocrático, gerencial, destruyendo la presencia del capital en sus formas más destructivas, liberando el saber de las trabas mercantiles, introduciendo un modo de enseñar que esté guiado por la preocupación de crear un ser humano libre, comprensivo de su ser cósmico, social, natural y cultural, un ser preocupado por fortalecer sus capacidades espirituales que se traducen en una mejor adaptación a las situaciones externas o materiales. La libertad en el proceso y en la meta.