LA CASA DE LAS VIUDAS

2 junio, 2011

 

Cuando vio que los nueves meses estaban por cumplirse, se apresuró a buscar una casa. La encontró enLa Páez, una urbanización deLa Guaira. Erauna casa cómoda, amplia, inversa: tenía un porche donde se supone que debería ir el patio, en éste una gran mata de apamate cobijaba otras no tan altas. Era ancho el patio, siempre lleno de guayabas reventadas y almendrones mordidos de murciélagos.

Sin embargo ahí no duramos sino unos días. Mi papá le agarró idea a la casa, sentía que algo de ella lo empujaba, le molestaba como a quien le quedan pequeños unos zapatos. Cuando un conocido que vivía a unas cuantas casas le dijo que fuera a buscar un cura para que santiguara las puertas y las paredes, confirmó sus presentimientos, mas no hizo caso y antes del mes ya estábamos viviendo en Mirabal.

Aquella casa pertenecía a una viuda, la señora Nicolaza, cuyo marido murió luego de ponerse a fabricar un corral en el patio: después de haberse fajado todo el santo día bajo el reventadero del sol-apenas si comió un bocadito al mediodía- entró a la casa, ya dije que era inversa, así que inmediatamente después de la puerta de calle quedaba la cocina, fue a la nevera y se sirvió un poco de agua, haló una sillita de hierro y se sentó a contemplar cómo le había quedado el corral. Nicolaza estaba en su cuarto y desde ahí salió corriendo cuando oyó el ruido del vaso al estrellarse contra el piso. En lo que llegó, el difunto tenía la boca casi apretada y una mano puesta entre el pecho y la barriga.

Nicolaza renunció a seguir habitando la casa y se fue a vivir con su madre, entonces decidió alquilarla para mantener a su pequeña hija con el ingreso. A los meses se mudaron un señor y una señora, superficiales ellos, sin mucho que esperar de la vida. El señor se ganaba sus enfermedades trabajando como albañil; la señora, regordeta y cetrina, inmediatamente escribió sobre un cartón, se inyecta y se toma la tensión a domicilio. El cartón lo guindó en la puerta de calle, que en este caso quedaba en el patio. El señor quiso construir un cuartito casi al final del solar, quería meter allí sus herramientas de trabajo. Una noche, mientras guardaba dos sacos de cemento con los que concluiría su obra, se le reventó una neurisma y cayó de bruces sobre aquéllos.

Lo cierto es que la gente empezó a llamar a aquella casa con el sobre nombre de las casa de las viudas, parece que una historia parecida la habría ocurrido a otra familia. Por eso nos mudamos, mi papá ni siquiera se asomó al corral, ni tocó la sillita de hierro del primer finado ni pisó el cuarto de las herramientas. Mi mamá se daría cuenta poco tiempo después de mi nacimiento, de que a pesar de haber huido de aquel destino, a ella le persiguió idéntica suerte, sólo que en vez de ser mi papá, fue ella la que se le murió a él en alguna casa de su corazón.

                                                                                                                                                                                                                                      Arnaldo Jiménez

LA CASA ERA MI ABUELA

26 May, 2011

Aquel rancho de Libertad era algo más que eso, parecía un ser viviente, mi abuela no se concebía viviendo en otra parte. Ella estaba tan pendiente de todas sus cosas, que de algún modo, el rancho era ella misma.

No recuerdo haber oído nunca quejas por nuestras condiciones de vida, mal o bien, estábamos vivos y teníamos mucha alegría por ello. Parecía que el arreglárnosla para vestirnos y alimentarnos constituía un sentido de vida. Todos los medios de subsistencia que buscaban tanto mi mamá como mi abuela tenían que ver con las manos. Yo conseguía cocos y mangos con los que mi abuela hacía helados y conservas. Mi mamá planchaba y lavaba, el día que no lo podía hacer era un día muy penoso; pero era al mismo tiempo un motivo para volver a empujar al sol al día siguiente.

Mi abuela, mi mamá y me hermana han tenido casi la misma suerte con las casas, cuando se encariñan con una, pasa algo que las hace salir de ellas y perderlas.

Tucacas fue el puerto que le dio una puerta propia a mi abuela. Las constantes necesidades la obligaron a vender. Desde entonces se le estuvieron escapando los ranchitos, se le fueron volviendo ilusión.

Filomena quería conservar la casa de Libertad. Ella enderezó muchas de las tablas que fungían de paredes, afirmó algunos listones del baño, acomodaba y regaba las matas. El revoloteo de su presencia se colaba por el aliento de la casa y le hacía murmurar un rezo apenas comenzando la mañana.

Pero era que mi abuela viajaba con Coro en su cuerpo, lo llevaba para arriba y para abajo como un cachivache del que no se quiere prescindir. Cocinaba las arepas en un budare de barro, mucho mejor si eran pelá y del tamaño del sartén. A pesar de que no quiso renunciar a su antigua costumbre de pilar el maíz, tampoco pudo disimular su alegría cuando vio por primera vez un paquete de harina procesada industrialmente. Detrás de la puerta de calle colocó una cruz de palma bendita. En el lavandero, sobre dos pares de palos en forma de china o de Y, montó una batea de madera. Todos los lunes el sahumerio endulzaba la casa y el querosén salpicado frente al jardín impedía el paso de la mala suerte.

Cómo no sentir que el rancho tenía el mismo olor de mi abuela, sus mismos sonidos. Por las tardes, con un cigarro encendido dentro de la boca, se metía en su cuarto, mi hermana y yo la acompañábamos, y entre los tres rezábamos todo el rosario.

Si la cocina fue humilde se debió a su imagen de barro, a su pasión de bahareque, a su cariño de fogón. Ahí se aliñaron más conversaciones que comidas, había tiempo para habitar la cocina. Poco antes del amanecer, el murmullo lejano de las voces, el sonido de las arepas tamborileadas por sus manos, me despertaban apaciblemente, el día era esponjoso como la paz de los gatos.

Su rostro altanero y refunfuñador guardaba una sonrisa para limpiar la casa, lavar los alfeizares y sacar el rastro dejado por los chubascos y ventiscas. Al igual que las ventanas, que gracias a Dios no hablan, escuchó cosas no deseadas: la noticia de que su esposo Humberto había muerto de un ataque de asma en alta mar, que su hermano Conrado murió con las muñecas cortadas tratando de subir borracho por una pared en cuyo borde habían pegado un montón de botellas partidas; y aquel día que llegó mi tío humbertico, la llevó bajo la mata de tamarindo que estaba frente a la ventana y le dijo que su mujer lo estaba presionando para que vendiera el rancho porque no tenían dinero para celebrarles el cumpleaños a su hija mayor.

Quizás la última imagen que nos brindó el ranchito tuvo el aspecto de la tristeza de mi abuela. Esa tristeza que dejan en el rostro las mudanzas obligadas.

                                                                                                                                                                                                              Arnaldo Jiménez

TOBOGAN

8 marzo, 2011

 

*

el niño cae hacia su destino

brazos de madre lo acogen

besos de ausencia lo influyen

*

el joven cae hacia su destino

mareas de calles lo dirigen

olas de presencias lo tuercen

*

el viejo cae hacia su destino

rastros de edades lo esculpen

camas de silencios lo despiden