LA CASA DE LAS VIUDAS

2 junio, 2011

 

Cuando vio que los nueves meses estaban por cumplirse, se apresuró a buscar una casa. La encontró enLa Páez, una urbanización deLa Guaira. Erauna casa cómoda, amplia, inversa: tenía un porche donde se supone que debería ir el patio, en éste una gran mata de apamate cobijaba otras no tan altas. Era ancho el patio, siempre lleno de guayabas reventadas y almendrones mordidos de murciélagos.

Sin embargo ahí no duramos sino unos días. Mi papá le agarró idea a la casa, sentía que algo de ella lo empujaba, le molestaba como a quien le quedan pequeños unos zapatos. Cuando un conocido que vivía a unas cuantas casas le dijo que fuera a buscar un cura para que santiguara las puertas y las paredes, confirmó sus presentimientos, mas no hizo caso y antes del mes ya estábamos viviendo en Mirabal.

Aquella casa pertenecía a una viuda, la señora Nicolaza, cuyo marido murió luego de ponerse a fabricar un corral en el patio: después de haberse fajado todo el santo día bajo el reventadero del sol-apenas si comió un bocadito al mediodía- entró a la casa, ya dije que era inversa, así que inmediatamente después de la puerta de calle quedaba la cocina, fue a la nevera y se sirvió un poco de agua, haló una sillita de hierro y se sentó a contemplar cómo le había quedado el corral. Nicolaza estaba en su cuarto y desde ahí salió corriendo cuando oyó el ruido del vaso al estrellarse contra el piso. En lo que llegó, el difunto tenía la boca casi apretada y una mano puesta entre el pecho y la barriga.

Nicolaza renunció a seguir habitando la casa y se fue a vivir con su madre, entonces decidió alquilarla para mantener a su pequeña hija con el ingreso. A los meses se mudaron un señor y una señora, superficiales ellos, sin mucho que esperar de la vida. El señor se ganaba sus enfermedades trabajando como albañil; la señora, regordeta y cetrina, inmediatamente escribió sobre un cartón, se inyecta y se toma la tensión a domicilio. El cartón lo guindó en la puerta de calle, que en este caso quedaba en el patio. El señor quiso construir un cuartito casi al final del solar, quería meter allí sus herramientas de trabajo. Una noche, mientras guardaba dos sacos de cemento con los que concluiría su obra, se le reventó una neurisma y cayó de bruces sobre aquéllos.

Lo cierto es que la gente empezó a llamar a aquella casa con el sobre nombre de las casa de las viudas, parece que una historia parecida la habría ocurrido a otra familia. Por eso nos mudamos, mi papá ni siquiera se asomó al corral, ni tocó la sillita de hierro del primer finado ni pisó el cuarto de las herramientas. Mi mamá se daría cuenta poco tiempo después de mi nacimiento, de que a pesar de haber huido de aquel destino, a ella le persiguió idéntica suerte, sólo que en vez de ser mi papá, fue ella la que se le murió a él en alguna casa de su corazón.

                                                                                                                                                                                                                                      Arnaldo Jiménez

LA CASA ERA MI ABUELA

26 May, 2011

Aquel rancho de Libertad era algo más que eso, parecía un ser viviente, mi abuela no se concebía viviendo en otra parte. Ella estaba tan pendiente de todas sus cosas, que de algún modo, el rancho era ella misma.

No recuerdo haber oído nunca quejas por nuestras condiciones de vida, mal o bien, estábamos vivos y teníamos mucha alegría por ello. Parecía que el arreglárnosla para vestirnos y alimentarnos constituía un sentido de vida. Todos los medios de subsistencia que buscaban tanto mi mamá como mi abuela tenían que ver con las manos. Yo conseguía cocos y mangos con los que mi abuela hacía helados y conservas. Mi mamá planchaba y lavaba, el día que no lo podía hacer era un día muy penoso; pero era al mismo tiempo un motivo para volver a empujar al sol al día siguiente.

Mi abuela, mi mamá y me hermana han tenido casi la misma suerte con las casas, cuando se encariñan con una, pasa algo que las hace salir de ellas y perderlas.

Tucacas fue el puerto que le dio una puerta propia a mi abuela. Las constantes necesidades la obligaron a vender. Desde entonces se le estuvieron escapando los ranchitos, se le fueron volviendo ilusión.

Filomena quería conservar la casa de Libertad. Ella enderezó muchas de las tablas que fungían de paredes, afirmó algunos listones del baño, acomodaba y regaba las matas. El revoloteo de su presencia se colaba por el aliento de la casa y le hacía murmurar un rezo apenas comenzando la mañana.

Pero era que mi abuela viajaba con Coro en su cuerpo, lo llevaba para arriba y para abajo como un cachivache del que no se quiere prescindir. Cocinaba las arepas en un budare de barro, mucho mejor si eran pelá y del tamaño del sartén. A pesar de que no quiso renunciar a su antigua costumbre de pilar el maíz, tampoco pudo disimular su alegría cuando vio por primera vez un paquete de harina procesada industrialmente. Detrás de la puerta de calle colocó una cruz de palma bendita. En el lavandero, sobre dos pares de palos en forma de china o de Y, montó una batea de madera. Todos los lunes el sahumerio endulzaba la casa y el querosén salpicado frente al jardín impedía el paso de la mala suerte.

Cómo no sentir que el rancho tenía el mismo olor de mi abuela, sus mismos sonidos. Por las tardes, con un cigarro encendido dentro de la boca, se metía en su cuarto, mi hermana y yo la acompañábamos, y entre los tres rezábamos todo el rosario.

Si la cocina fue humilde se debió a su imagen de barro, a su pasión de bahareque, a su cariño de fogón. Ahí se aliñaron más conversaciones que comidas, había tiempo para habitar la cocina. Poco antes del amanecer, el murmullo lejano de las voces, el sonido de las arepas tamborileadas por sus manos, me despertaban apaciblemente, el día era esponjoso como la paz de los gatos.

Su rostro altanero y refunfuñador guardaba una sonrisa para limpiar la casa, lavar los alfeizares y sacar el rastro dejado por los chubascos y ventiscas. Al igual que las ventanas, que gracias a Dios no hablan, escuchó cosas no deseadas: la noticia de que su esposo Humberto había muerto de un ataque de asma en alta mar, que su hermano Conrado murió con las muñecas cortadas tratando de subir borracho por una pared en cuyo borde habían pegado un montón de botellas partidas; y aquel día que llegó mi tío humbertico, la llevó bajo la mata de tamarindo que estaba frente a la ventana y le dijo que su mujer lo estaba presionando para que vendiera el rancho porque no tenían dinero para celebrarles el cumpleaños a su hija mayor.

Quizás la última imagen que nos brindó el ranchito tuvo el aspecto de la tristeza de mi abuela. Esa tristeza que dejan en el rostro las mudanzas obligadas.

                                                                                                                                                                                                              Arnaldo Jiménez

EN LA YEGUA DE MARIA

16 enero, 2011

 

¡Shhhh, Julio se quedó dormido!

Decía la abuela María cada vez que mecía al nieto en su mecedora, pues a julito le gustaba dormir allí, no rechazaba la cuna, pero sólo se podía quedar dormido en la mecedora de la abuela María. Ella lo acostaba sobre una almohada que colocaba en sus piernas y lo mecía a derecha y a izquierda con mucho ímpetu, mientras canturriaba bajito una canción de cuna y con sus arrugadas manos le daba palmadas en la espalda. Sólo el cariño podía hacer que la abuela, a pesar de tener una pierna muy gorda y casi negra como la de un hipopótamo, no le importara las molestias y meciera a julito como ella lo hacía. La fuerza iba disminuyendo en la misma medida en que julito se iba quedando dormido. Dibujaba una sonrisa en la boca, quizás soñaba estar montado sobre una nave poderosa que lo llevaba hacia lugares increíbles, pues la canción que más le cantaba la abuela decía:

en la yegua de María

un día me monté

y llegué a un sitio muy hermoso

que nunca imaginé

en la yegua de María

no existe la soledad

porque el amor de ella

es agua de música

que se puede tocar

Los meses transcurrían y la abuela María se enamoraba cada día más y más de su nieto. Todas las noches se lo acostaba en las piernas sobre una almohada, murmuraba canciones de cuna que iban cerrando las cortinas del mundo despierto de julito hasta que se quedaba completamente dormido. Después ella se iba a su cuarto a descansar la pierna enferma.

Julio creció, ya podía caminar y decir algunas palabras. Cuando la abuela cantaba él le acompañaba mascullando las canciones y diciendo sobre todo las últimas sílabas. La abuela María lo sentaba en el mecedor y le contaba largas historias de sus hermanos que en un tiempo fueron marineros y vivieron muchas aventuras en el mar y en otras partes del mundo. Entonces el mecedor era una barca muy fuerte que aguantaba los grandes oleajes y las violentas tempestades del mar. Allí la abuela le decía, “…,ahora imagina que tú eres el capitán y tienes a tus órdenes a muchos hombres”, y julito cerraba los ojos y rodaba su película imaginaria y se reía solo. En el fondo de él, sin embargo, seguía sonando aquella leve melodía que la abuela le cantaba para que él se durmiera; caprichoso, volvía a pedirle que se la cantara, la abuela le decía, “está bien julito vamos a cantarla, ¿quieres ayudarme a cantar?” Y él afirmaba meneando la cabeza muy emocionado.

en la yegua de María

ena ebua e maía

un día me monté

un lía e onté

y llegué a un sitio muy hermoso

yeeé a un itieooso

que nunca imaginé

que uca iaiiné

en la yegua de María

ena ebua e maía

no existe la soledad

no eeite a oead

porque el amor de ella

oquee aor eella

es agua de música

e gua e sica

que se puede tomar

quee quee omar

después se bajaba de la yegua de María y andaba contento para todas partes. Julio la escuchaba con atención y reía y la abrazaba cada vez que ella terminaba de contar sus historias y de cantarle su canción. Sólo ellos sabían el verdadero nombre de la mecedora. La abuela María cada vez arrastraba el pie izquierdo con más dificultad, lo tenía ancho y casi negro como el de un hipopótamo, una venda blanca le adornaba la rodilla.

La abuela María en sus horas de descanso se sentaba en la yegua para inventar las historias que luego le contaría a su nieto. Siempre eran primos o tíos que se iban a navegar a sitios muy lejanos y lograban vencer grandes obstáculos. En la yegua de María el recuerdo se mezclaba con el invento y el olvido crecía como un pasto que no se debía comer y era peligroso pisar. Muchas veces la abuela también se quedaba dormida.

Siguió pasando el tiempo y julito ya iba a la escuela, tenía diez años, y el cariño entre su abuela y él era cada día más grande y más profundo, como el mar donde sus primos y tíos pasaron sus aventuras. La mamá le cocinaba mientras él arreglaba las cosas del colegio, después de comer se echaba un baño y se iba a buscar a su abuela al cuarto.

Con grandes esfuerzos, la abuela se sentaba en la yegua de María. A julito no le importaba ser visto por sus amigos y más de una vez soportó sus bromas en silencio. Se montaba sobre ella y la abrazaba, y ella contaba sus historias, algunas entremezcladas porque ya no tenía tiempo de ponerse a inventar debido a que el pasto del olvido estaba más y más frondoso. Luego cantaban, como siempre, la canción por ambos preferida.

Una tarde llegó julito del colegio y fue a buscar a su abuela en el cuarto para que ella le cantara la canción de cuna con que lo hacía dormir cuando él estaba más pequeño. La abuela lo vio y sonrió, le pidió ayuda para levantarse de la cama, pues la pierna izquierda se había ennegrecido completamente y apenas podía moverse la sangre por dentro de ella. Julio estaba muy sorprendido y le preguntó a la abuela que qué le había pasado a su pierna gorda, que estaba más negra que antes y sudaba pequeñas gotas de sangre. La abuela lo miró con ternura y le dijo que a las yeguas a veces se les echa a perder una pata y que esa pierna de ella ya no quería seguir caminando, estaba cansada de ir de un lado a otro. Volvió a sonreír y le dijo que no se preocupara. La mamá de julito se alistaba para ir a la farmacia a comprar unas medicinas, pero decidió ayudar al hijo a llevar a la abuela hasta la mecedora. Cuando llegaron a la yegua, se le acercó al niño y le murmuró casi al oído que tenía que tener más paciencia con su abuela, que tratara de no molestarla mucho porque ya su pierna estaba muy pesada, que a veces esas cosas ocurren con la vejez. Luego se dirigió a la puerta y se fue a hacer sus diligencias.

Cuando iban marchando por el pasillo al ritmo de la pierna buena y la pierna mala, la abuela se fijó en la yegua de María y vio que tenía un aspecto muy extraño en su cara, estaba como mojada, y el pasto que crecía a su alrededor había sido completamente devorado. Entonces ella comprendió qué estaba ocurriendo y se sentó en la mecedora y trató de contarle nuevas historias a julito, pero no se acordaba, ni siquiera podía mezclar las que ya se sabía.” Hace mucho tiempo…,” decía, pero de ahí no pasaba. Entonces la abuela le dijo a julito que no se acordaba de nada, que todos sus esfuerzos no daban resultados, y musitó un breve bostezo lleno de pesadumbre. No se preocupe abuela-dijo julito- seguro que las medicinas la ayudan y mañana ya se va a poder acordar-. Entonces le puso un cojín a nivel de la nuca para que descansara la cabeza. Luego, tratando de no hacer bulla, fue a buscar una silla para sentarse al lado de su abuela, esta lo vio por la rendija de los ojos adormilados y le hizo señas con las manos para que no lo hiciera, golpeó sus piernas, dos, tres veces para que julito se sentara en ellas. Julio entendió y lo hizo con mucho cuidado, tratando de que todo su peso cayera en la pierna buena, uno de sus brazos quedó por fuera de la mecedora y posó su rostro sobre los senos de la abuela, justo debajo del mentón. Le pasó los dedos por las abultadas venas de las manos y las acarició, después comenzó a cantar la canción preferida de los dos, la abuela apenas escuchó el inicio se fue acordando y lo acompañó:

                                     en la yegua de María   

un día me monté

y llegué a un sitio muy hermoso

que nunca imaginé

en la yegua de María

no existe la soledad

porque el amor de ella

es música de agua

que se puede abrazar

y la abuela lo abrazó contenta y le dio un beso en la frente y en los carrillos, luego elevó la mirada corriendo sobre su yegua, dibujó una amplia sonrisa, se bajó de la mecedora y llegó a un jardín muy hermoso que recorrió saltando de alegría con sus dos piernas sanas. Frente a ella se encontraba la Virgen María con su hijo sentado sobre la yegua, estaba tratando de dormirlo, cuando la vio, le hizo señas para que se acercara, ella fue, acarició al niño y se arrodilló ante él, en ese momento su memoria se llenó de tiempo y comenzó a contarle sus maravillosas historias:

¡Shhhh, Julio se quedó dormido!

Decía la abuela María cada vez que mecía al nieto en su mecedora…

                                                              

 

                                                                     arnaldo jiménez

EL MUÑEQUITO AISLADO

5 enero, 2011

 

Cuando el principio del universo no era todavía el principio del universo, nada más existía un niño, no se sabe de dónde salió, era travieso, con el ombligo abultado y las greñas alborotadas. Su nombre era Dios Canto, porque él fue el descubridor de la vida y la vida es un canto profundo de latidos y risas, tristezas y asombros, voces y sueños…, veamos cómo hizo para descubrirla.

Estaba Canto aburrido de estar solo, cuando, luego de alzar los brazos y echarlos hacia atrás, emitió un largo bostezo de flojera, enseguida vio que por su boca salió una  cadena infinita de pelotas de diferentes colores y luces que se fueron amontonando en su regazo. Entonces se le ocurrió una idea genial: para que su niñez no transcurriera sin conocer el juego agarraría cada una de esas pelotas y las iría colocando sobre el inmenso vacío que tenía por hogar. Allí sí comenzó el principio del universo, con el trabajo de Canto, pues para poder fabricar las pelotas tuvo que inventar un reloj. El reloj de Canto no hacía tic-tac-, era un reloj saltarín, de malos modales, que gustaba de lanzar eructos cada vez que saltaba. En uno de esos saltos el niño se le acercó y lo regañó, el reloj se inflamó de disgusto y dijo a saltar enloquecidamente por todo el universo. De su cuerpo brotaban sin césar inmensas gotas de leche con las que iba formando largos caminos circulares y brillantes. Canto se fue detrás de él regando las pelotas por todos esos caminos. Por donde no pasó el sapo reloj Canto lo llamó Olvido, dentro del Olvido había un hueco lleno de sueños que Canto llamó Muerte. La Muerte parecía un enorme animal cristalino echado sobre sí mismo.

Cuando terminó de jugar, Canto envejeció y se puso achacoso y lleno de manías. Una de estas manías era la molestia que le causaba ver que las pelotas que él había hecho estuvieran siempre en el mismo sitio, paralizadas, llenas de colores, como piedras tiradas sobre los caminos blancos que había dejado el sapo reloj.

El viejo Canto decidió darles movimiento a las pelotas. Luego encendió un fósforo y prendió una bola, la puso en un sitio que él creyó apropiado y la sujetó del cielo con un alfiler que le colocó por detrás. Agarró después un antiguo plato de peltre donde comía cuando era niño, trató de limarlo, pero le quedaron algunas manchas negras, así como pedazos carcomidos por el uso, entonces lo pintó con un poco de azogue y quedó plateado y brillante; pero sólo lo pintó por un lado porque la pintura no le alcanzó, el otro lado lo dejó oscuro. Las manchas no se borraron, pero sí palidecieron un poquito. Este plato lo guindó con un clavito y un mecate de pita y lo unió al otro plato y los colocó en una balanza, cuando sube el amarillo baja el plateado y cuando sube el plateado baja el amarillo. Fue cuando estos platos se movieron, cuando empezaron a dar vueltas y vueltas, fue cuando brillaron las luces amarillas y plateadas, que vio en el fondo oscuro de las pelotas un millar de hilos que se movían en todas direcciones, pulsaban rítmicamente como danzando de alegría. Todas las cosas que había hecho estaban unidas por delgados cordones invisibles y sin embargo brillantes, todos los hilos formaban una inmensa red parecida a las que tejen las arañas.

También tenía la manía de pensar que cuando se quedara dormido no iba a despertar en miles de millones de años y presentía que el sueño iba a llegar en cualquier momento. No sólo la vejez lo convirtió en una arañita, sino que lo hizo descubrir que luego de tanto hacer cosas le hacía falta un compañero a quien enseñarle su obra, pero tenía miedo de dormir antes de lograrlo.

Sabía que no tenía mucho tiempo para ir echando la vida en cada una de las pelotas que hizo, así que eligió una sola. Entonces sacó de su boca dos cosas muy bonitas, una llamada agua y otra llamada barro, las unió y formó con ellas un muñequito, lo puso sobre la tierra, lo sopló y el muñequito comenzó a moverse y a ver la luz de los platos, a sonreír con ternura y a cantar como su padre. El agua y el barro lo untó por toda la pelota. Para que el muñequito no pasara de niño a viejo como le había ocurrido a él, le puso varias edades, de niño pasaría a ser joven de joven a adulto y de adulto a viejo. También le inventó una compañera para que tuviera con quien comentar su creación el día que se quedara dormido y la tranquilidad llegara a meterse por sus ojos. Los muñequitos estaban unidos por hilos fuertes y brillantes los cuales se unían al resto de las cosas y los animales. De estos dos muñequitos comenzaron a salir otros muñequitos y de estos otros y otros y así hasta que toda la pelota estuvo poblada por ellos.

Canto pensaba que sus muñequitos lo distraerían de la paz que el sueño le ofrecía, y así fue, los muñequitos empeñados en inventar como su padre fueron haciendo miles de cosas que a su vez los distrajeron a ellos y Canto siempre tenía la atención puesta en todo lo que pasaba en la pelota.

Un día, Canto fue invadido por la niebla del sueño y se recostó de su vejez y empezó a dormir satisfecho. De su cuerpo colgaban todos los hilos de sus vínculos.

Pero pronto los hilos fueron una verdadera molestia para los muñequitos, en la medida en que iban creciendo, tanto en edad como en número se dedicaban a cortar todos los hilos que encontraran a su paso.  Cada hilo que cortaban aislaba más y más a Canto y así lo fueron empujando poco a poco hacia el hocico del Olvido y de este pasaría luego al hueco transparente de la muerte en donde permanecería soñando eternamente con su creación.

Llegó un momento en que los muñequitos se vieron tan solos pero tan solos que creyeron que eran ellos los que habían creado el universo.

                                                                                      arnaldo jiménez

EL PARECIDO

6 octubre, 2010

 

            Ayer  me detuve frente a una vitrina de juguetes atraído por unos muñecos. Cuando muchacho, esa era mi obsesión. Permanecía largas horas mirándolos a través de los cristales.

            Recordé casi automáticamente los muñecos que tuve, los cuales no eran sin embargo mis juguetes preferidos, a mí no me gustaba perder el tiempo moviendo soldados o sumergiendo buzos en los pipotes de agua, era más dado a correr, a perseguir a mis amiguitos siendo yo uno de los policías y ellos los ladrones, también bailé trompo sobre la tierra de las plazas, jugué metras y gurrufíos. A los muñecos me fascinaba verlos detrás de los vidrios mostradores, allí estaban en su verdadero hogar, reunidos, limpios y ordenados. Desde el otro lado yo imaginaba que los estaba alborotando, que junto con ellos me ponía a trepar los techos y a colgarme de las lámparas.

            También recordé cómo los comerciantes adornaban las vidrieras en las épocas de carnaval y de diciembre. Los muñecos se veían inmersos en un mar de papelillos multicolores, serpentinas caracoleando por el aire y unas cuantas máscaras estratégicamente distribuidas. En diciembre ocurría otro tanto, algunos muñecos eran opacados por las imágenes intermitentes de los reyes magos o del niño   Jesús.  Otros lucían sus alegrías eternas haciendo poses ridículas al lado de un muñeco de nieve o de una gigantesca vela fabricada con anime y llama de escarcha azafranada.

            Ayer, cuando me detuve frente a la vitrina, me distraje con la imagen arrugada de mi rostro reflejada en la superficie del cristal, al fondo estaban unos muñecos cuyas miradas y sonrisas me parecieron falsas. Estaban ahí encerrados, ajenos a las molestias del sol y del viento. Maquillados vanamente, con largas pestañas y pupilas estáticas. Otra vez creí estar adentro, igual que ellos: frío, pálido, con una mirada sin destino. Luego me alejé impresionado por el parecido que las vitrinas tienen con las urnas.

                                                                                                       Arnaldo Jiménez

LASY

3 septiembre, 2010

Llegó a casa un día cualquiera de febrero. Mi tío Enrique tenía una semana de permiso. Fue él quien la vio, le puso un poco de agua en un perol de leche y unos restos de comida en una ponchera azul. Las personas no podemos sacarnos el pasado así como así, nadie cambia absolutamente. A pesar de que mi tío Enrique se tornó un ser calculador y disciplinado, con una fuerza de voluntad descomunal y extraordinariamente racional y lógico, sentía, y creo que nunca dejará de sentir, una atracción y una ternura intensas por los perros.

La perra se quedó echada en el jardín. Era baja y azafranada, con el pecho y el cuello blanco, alegre y juguetona. Mi tío la dejó porque había suficiente espacio. Mi hermana le puso el nombre, Lasy, así la llamó y ella entendía como si ese hubiese sido su nombre toda la vida.

El jardín, el garaje y el patio eran sus territorios. Desde el jardín custodiaba la casa como un hortelano armado con dientes y garras. Los pocos borrachos que por ahí solían zarandear sus pasos no lo siguieron haciendo. Los vecinos celebraron eso, pero cuando Lasy decidió meterse con hombres de corbata y maletín, ahí sí los vecinos se quejaron y nos instaban obsesivamente a que la botáramos. Ya Lasy tenía con nosotros como año y medio. La queríamos como si hubiese sido un familiar que no conocíamos y de pronto llegó al hogar para quedarse fielmente hasta el día de su muerte. Los reclamos se hicieron grotescamente repetitivos desde el día que ella mordió al doctor Medina. A los días, bajo una lloradera, la despedimos. La señora Mara la montó en su carro y la fue a botar por Mar Azul, una playa distanciada de casa  por más de cinco mil kilómetros. En la tarde del día siguiente, estábamos comiendo en un pequeño tinglado que teníamos en el patio cuando de improvisto escuchamos los ladridos de Lasy y al segundo su jadeo, sus pezuñas arañando nuestras ropas, lamiéndonos y meneando su cola. Le puse agua y comida, las devoró. Por la mañana la bañamos y jugamos con ella en el porche. A Lasy la botarían, por la misma razón, en cuatro ocasiones más, cada vez más lejos. Pero ella siempre regresaba, por las tardes regresaba. Tuvieron que  desistir de esa táctica y entonces decidieron envenenarla. Gracias a Dios que nos dimos cuenta a tiempo, le dimos leche y aceite, la purgamos y logramos salvarla. El moquillo fue quien vino a dar cuenta de ella, nada pudo hacer el collar de limones partidos, nada los menjurjes que preparaba mi abuela, nada el cariño. Yo sentí la resignación de mi perra, a parte de la enfermedad, ella tenía ganas de morir, y me veía con esa cara de más allá y de ya está bueno. Cuando la buscaba para abrazarla, ella se paraba y se iba a echar a otro lado, entonces desde su rincón de adiós, desde su suelo elegido para devolverle el calor a la tierra, ella me miraba y me decía que con los abrazos  lo  que  hacíamos  era  sufrir  más, sin  embargo,  fue  en  ellos  donde cayeron sus últimos salivazos.

En el garaje solíamos jugar pelotita de goma, yo la lanzaba contra una pared y ella la atajaba. También nos agarrábamos a golpe y ella fingía que me mordía, en algunas ocasiones Juancito jugaba con nosotros, él debe haberse sentido muy mal cuando vio a la señora Mara metiendo la puyita para que nos desasiéramos de Lasy.

Mi perra abría huecos grandes en el patio, hozaba frenéticamente por los apuros de la maternidad. Las matas de cambur parecían venirse abajo, la de mamón también pasaba trabajo cuando Lasy dejaba sus raíces al descubierto. Abría los huecos, no sólo para darle calor a sus críos, refrescar la preñez o guardar los panes duros y los huesos que luego, en lo que le pegaba el hambre, iba y desenterraba con maestría; también los abría para mudar a sus hijos si alguno de ellos había sido tocado por un ser humano.

La tarde que murió estaba cayendo una llovizna fría y plateada sobre la urbanización, cerca de mi casa una enorme canal llevaba la luz marronácea de las aguas hacia el mar. Busqué una carretilla prestada y la monté en ella, debajo colocamos unas sábanas floreadas. Mi hermana se deshizo en llantos y mi mamá y mi abuela se fueron tristes a sus habitaciones. Yo no podía con el peso de Lasy, la muerte la había hecho engordar un poco. Tenía su cordel de limones en el cuello, un pequeño colmillo se veía prominente, detenía a cada instante la carretilla, le acomodé el colmillo y me acerqué a su hocico tibio y la besé. Lloré sobre mi perra tan leve como la llovizna, en la frente le hice la señal de la cruz y la abracé con ternura y con cierta rabia por la despedida. Ella tenía los ojos apretados, cerrados para no ver el sueño de mi imagen. Por fin, al llegar a la canal, la cargué y bajé una pequeña cuesta, me resbalé y me caí, pero no la solté, ella cayó sobre mí y fue entonces cuando sentí toda la fuerza de su muerte, todo su calor, todo el pulso de su quietud. Una mariposa amarilla revoloteó sobre nosotros. La lancé y la corriente la cargó con toda su majestad desplazándola unos pocos metros antes de hundirla, Lasy alzaba el cuello mirándome con agradecimiento, se metía y volvía a salir, la mariposa apenas podía rozar su olor. Dejó de verse en las aguas de la canal, pero nunca se hundió en las de mis ojos.

Cada vez que decía a abrir sus huesas, mi abuela refunfuñaba:” ¡Allá va la perra esa a anunciarle la muerte a uno, ve a ver a quién carajo vas a enterrar ahí, oíste, ve a ver a quién!”.

LA GARRAPATA DISTRAIDA

21 agosto, 2010

 

Esta es la historia de una garrapata que se quedó viviendo en el pecho de una garza cuando ésta se posó sobre el lomo de una vaca.

La garrapata estaba acostumbrada a bambolearse dentro del pelambre castaño y hediondo a ropa humedecida. Se deleitaba con las tonadas de los campesinos en la ordeñada. Pero de pronto se vio invadida por un plumaje blanquecino plantado sobre una superficie lisa y rosada.

Nunca supo dónde estaba. Siguió pensando que vivía en la misma vaca, seguramente había ido a tener a una parte que no era el lomo. Podía estar en la lengua y a ésta le estaban naciendo alas. Podía estar en las orejas que de tanto oír rumores comenzaron a hervir y a llenarse de espumas. Tal vez, por qué no, estaba en el rabo, el cual en uno de esos coletazos que solía dar la vaca para espantarse los mosquitos, se sumergió en una cubeta repleta de leche y ahora parece un rabo de fantasma. Lo cierto es que el tiempo pasó y la garrapata se volvió vieja y achacosa en la espera de que la garza algún día mugiera.

                                                                     Arnaldo Jiménez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                            Arnaldo Jiménez

UN POLLITO

21 agosto, 2010

 

Cuando llegó el pollito sentí que tenía un amigo a quien cuidar, y así lo hice. Lo metí en una caja de zapatos a la que perforé por todos lados, lo llevé al baño y lo guardé dentro de un viejo baúl de madera que nos ha acompañado en muchas mudanzas. El baño queda en el fondo de la casa, así que mi familia no me podía decir que el piar del animalito le molestaba. Todas las mañanas jugaba con el pollito, me acostaba en el piso y me lo ponía sobre la barriga. Él se quedaba quieto, luego saltaba y salía corriendo, era difícil agarrarlo, los pollitos son atletas que corren con las manos hacia atrás.

Mi mamá me lo compró un día que la acompañé al mercado de verduras, me gustó porque era el único pollito que tenía su color natural, los demás compañeros que estaban en la jaula tenían colores azules, rosados, verdes y rojos, se veían muy ridículos así. Los pollitos esperan siempre una mano amiga, pero a veces la misma mano que lo alimenta lo convierte en alimento.

Traté de hacerle no tanto una casa como un hogar, en la caja puse monte seco con hormigas y bastante tierra para que escarbara, afuera, en el baúl, coloqué un pote de mantequilla con agua. Siempre tuve miedo de que se lo fueran a comer las ratas, así que por las noches me lo llevaba a mi cuarto, cerraba la puerta por si acaso piaba y lo ponía cerca de la mesita donde estaba el ventilador, los pollitos fastidian de día, de noche ni se sienten. Los párpados se les cierran, se agachan, se acurrucan y dicen a soñar que son animales mudos. A los pollitos les da hipo cuando duermen.

Todos los días, al ir y venir del colegio, me metía en el baño a ver al pollito. Me gustaba echarle arroz y brozas de pan, porque después le pasaba los dedos por el buche y la comida se podía sentir enterita. Los pollitos cuando beben agua echan la cabeza hacia atrás y abren y cierran varias veces seguidas sus picos.

De vez en cuando metía al pollito dentro de mis manos y por entre los dedos le soplaba un aliento tibio, lo más tibio y cálido que yo pudiera, luego me lo pegaba de la barriga. Los pollitos se asustan con uno, pero al poco tiempo se acostumbran y les gustan que le hagan cariño. Siempre miran y saludan de reojo.

Un día llegué del colegio y no encontré al pollito en su baúl. Los ojos se me apagaron y las manos se me pusieron frías. Mi mamá me dijo que el pollito se había salido a la calle y ella no se percató sino al rato. Mi hermana y mi abuela salieron a buscarlo, pero no dieron con él. Apenas si escuché a mi mamá echándome el cuento del pollito porque sin quitarme el uniforme salí a ver si lo hallaba, tardé bastante, hasta se me olvidó comer. Los pollitos no saben dejar rastros, se van por ahí buscando lombrices y hormiguitas y después no saben devolverse.

 Sentado en una silla de la sala estuve pensando en lo que le esperaría al pollito fuera de la casa y de su baúl, mamá me había ocultado que el pollito murió decapitado porque la tapa del baúl le había caído encima. Yo sentía que todo era extraño, lo recuerdo, pero yo supe la verdad casi un año después. Sentado en la silla me imaginé que él estaba vivo. Los pollitos son muy delicados de salud, si les cae una llovizna encima les da gripe y se ponen tristes. Pero no importa porque yo sé que en el cielo Dios tiene un gran corral para los pollitos buenos y mi pollito era muy bueno, Dios les lanza maíz y los espanta para que no se vayan fuera del cielo, él los quiere a todos, con o sin cabeza. Los pollitos a veces vuelan bien alto.

                                                                                                      Arnaldo Jiménez

ILTOSCHI

1 agosto, 2010

Mi nombre es Lucina, no imaginen que soy grande porque sólo tengo un añito, pero tampoco crean que pueden embaucarme con un caramelo. No hace nada que aprendí a caminar, parece mentira, si apenas ayer estaba dentro de la barriga de mi mamá y ahora me siento tan cómoda sobre mis dos pies que no me importa caer de vez en cuando. Es que siento algo tan indescriptible cuando camino, mejor dicho, cuando corro, porque yo lo que hago es correr, que no puedo parar por mi propia voluntad. El movimiento de mi cuerpo por los pasillos y la sala mirando pasar los corotos con velocidad, ¡es fascinante! Creo que ni mi mamá ni mi papá se acuerdan del día en que caminaron o corrieron por primera vez, yo digo que eso es una alegría que a una no le cabe en el cuerpo. Fueron ellos, mis pies, los que me llevaron derechito a Iltoschi, y de eso siempre estaré agradecida.
Nunca me ha gustado que los adultos me estén diciendo cómo se llaman los objetos y mucho menos que me estén haciendo las cosas, pareciera que en vez de niña una fuera una anciana. Es que en lo que pueda quitarme estos benditos pañales me los quito, y voy hasta la bacinilla y hago pupú yo sola, sin que nadie me esté bajando las pantaletas ni nada de eso. Fíjense en ese ejemplo, ajá, yo lo llamo totó, pero ellos no, me corrigen y dicen que se llama pupú, entonces, el día menos pensado, cuando no están molestos por alguno de sus problemas vienen y me dicen: ¿Lucina mi amor, vas a hacer totó, ah? Lo hacen nada más que para molestarme, a veces le llevo la corriente, pero sinceramente, uno no sabe qué va a hacer con ellos. Más rabia me da cuando se ponen como gafos y fingen no entenderme, se supone que son los bebés los que estamos aprendiendo a hablar, y somos nosotros los que tenemos que hacer un esfuerzo por entenderlos a ellos, no al revés. Está bien que lo hagan una vez más que otra, pero cuando es repetido o se antojan de hacerlo justo en el momento en que se tiene la atención puesta en otra cosa, es imperdonable. Unos tremendos malagradecidos es lo que son, ponen a una de payasita ante los visitantes, mucho más si una se la da de avispada: Lucina baila, y yo bailo, chaqui cha, chas chas; Lucina di queso, y yo digo rechío, cómo se llama esto, y contesto palopalole; cómo se llama aquello, y yo contesto palopalole, quién es ese(se refieren a mi tío) y yo digo titi; y dónde está papi, y señalo hacia fuera y digo abo, que ellos entienden clarito como trabajo. Y una contesta que contesta y ellos ríen que te ríen. Yo quisiera que me respondieran una cosa, ¿dónde van a encontrar a una niña de mi edad que encienda y apague las luces, que diga palabras hasta de cuatro sílabas, dónde? ¿Dónde van a encontrar a una niñita de mi edad que coma sola con cubiertos, meta las llaves en las cerraduras y le haya hecho a Iltoschi lo que yo le hice, dónde? No sé, la verdad es que no sé dónde. Por eso me enfurezco cuando se hacen los que no me entienden, ¡ay!, pero en lo que eso ocurre, digo yo a llorar y armo mi zaperoco bien armado y los pelos se les engrinchan y no saben qué hacer conmigo: me llevan a donde sople bastante brisa, me cargan, mi sisean, me entonan el Gloria al bravo pueblo( debo decir que una vez el himno nacional calmó unas de mis rabietas y desde entonces se acostumbraron a ponérmelo para tranquilizarme), y dicen ya, ya, qué es lo que te pasa Lucina, y van para allá y viene para acá. Me dan agua, me ofrecen tete, o sea, tetero, me echan cleopabum en la barriga, en fin, se ponen como locos e inventan cada cosa que hay que hacerse la fuerte para seguir llorando y no desternillarse de la risa y ser descubierta en la trampa.
Eso fue lo que pasó aquel diciembre. Hacía un calor terrible, en vista de ello, mi papá sacó el colchón hacia la sala donde estaba más fresco, a mí me acostaron en la rarepau, una especie de cama con cárcel, muy incómoda, que se puede mover para todas partes, no me gustaba estar allí, así que chillé un poco y di dos vueltas golpeando los listoncitos de madera, enseguida me sacaron y me pusieron al lado de ellos, me colocaron boca arriba y en ese momento se me metió un orrencu de Iltoschi en los ojos, y entonces empecé a gritar ¡Iltoschi, Iltoschi, Iltoschi! Y señalaba hacia la puerta, pero no, no les daba la gana de entenderme, ¿cuántas veces he dicho pía y ellos saben que es compota; cuántas veces he señalado un bischisssis y todos entienden que me refiero a un lagartijo? Esa vez estaban tapados, embrutecidos, no me quedó más remedio que formar un berrinche de esos que sólo yo sé formar. Y ahí empezaron a darme cosas como locos, que si una chicharra, que si una bata de mi mamá y nada, yo gritaba y lloraba con toda mis ganas, la muñeca de trapo me la pusieron al lado, la vi de reojo, la agarré y le apreté la cabeza duro pero bien duro, la tiré fuera de la rarepau y seguí llorando indetenible. Sus caras palidecieron y sus ojos se les desorbitaron; mi Tay ya tenía dolor de cabeza. Mi tía, queriendo dársela de sabihonda, me zarandeó un poco y me cargó de malas manera creyendo que con carácter me iba a callar la boca, qué va, yo seguí llorando y gritando. Fueron tantos los gritos y los llantos que en medio del desespero mi papá abrió la puerta de calle y me tomó en sus brazos y me sacó hacia el jardín, y ese fue el remedio, los orrencus de Iltoschi bailaban alegres por todas partes, apenas los vi me quedé en silencio, estaban ahí, y la emoción era parecida a cuando comencé a correr. Le hice señas a mi papá y dije con un tono más bajo, pero admirada: ¡Iltoschi, Iltoschi! Entonces me empujé hacia abajo y sujeté a mi papá por la mano y salí corriendo en derechura por el callejón, sabía que por ahí llegaría hasta Iltoschi. En medio de la carrera, como si mi papi me leyera el pensamiento, me alzó por encima de sus hombros y fue en ese instante que llegué tan cerca de ella que la agarré por los cabellos y la traje hacia a mí con todas mis fuerzas.
Ustedes no me van a creer, pero desde esa noche Iltoschi tiene esa marca en su cara.

Arnaldo Jiménez

CARETON

27 julio, 2010

CARETON

Era blanco con una mancha marrón en un ojo, otra más grande en el costillar y un puntito negro donde finaliza la cola. Le llamamos Caretón. Comía mangos y heladitos caseros. Duraba varios meses con un hueso, dándole y dándole, lo escondía, lo sacaba, se acostaba a su lado, le ponía una pata encima… Casi todos los días peleábamos de mentira, yo salía todo baboseado y él permanecía gacho esperando que yo volviera al ataque. Caretón caminaba por la tabla que colocábamos entre la casa y el patio para pasarle por encima a la lluvia, y gustaba de beber agua en los peroles que paraban las goteras. Fue un santo. Nunca buscó perra, se conformó con el amor de la familia. Caretón
no tuvo malas costumbres. Después de cada lluvia se acostaba con el hocico puesto sobre sus patas delanteras a ver el cielo.
Una vez le pegaron una pedrada en la calle, él aulló doloridamente. Ese día no le vimos ninguna señal, pero a la semana le notamos una pelotita en los testículos que le fue creciendo rápidamente. En la punta del pene le amanecía un pegoste verde que él se quitaba con la lengua. La gente le empezó a tener asco. Fue un amigo tan constante que hasta un día antes de su muerte estuvo jugando conmigo. Por la mañanita me levanté y fui a ver cómo había amanecido. Estaba recostado de las tablas de la casa, las patas traseras abiertas, los testículos reventados. Por entre los colmillos metió la lengua, dura y doblada, con ella lamió la tierra vanamente. Sus ojos se quedaron viendo el cielo como si acabara de llover.