EL NIÑO ENCHUFE

11 noviembre, 2010

Nunca le gustaron los muñecos ni los juegos de pelotas ni de metras, jamás quiso jugar trompos ni irse de paseo a la playa; lo que más atraía su atención eran los aparatos: la licuadora, el televisor, la radio, los celulares…, estoy seguro que estás diciendo que eso no tiene nada de raro, pues escucha bien, de esos aparatos y de muchos otros a Daniel sólo le alborotaba la curiosidad los cables, sí, los cables. Se agachaba y los recorría con sus manos, sintiendo el paso de la electricidad por el estómago del cable, se lo llevaba a la boca y bebía el fluido de electrones, se apegaba a los cables sin importarle el uso del aparato en cuestión. Era un motivo de alegría enchufar los aparatos, meterse por debajo de las mesas y buscar el sitio de contacto y luego introducir con sumo cuidado el enchufe.

Llegó un momento en que no quería ni ir al colegio, al levantarse lo primero que hacía era lavarse la cara con luz eléctrica, sumergirse casi hasta el fondo de las lámparas y absorber el preciado milagro que mantiene vivo al mundo, que evita la caída estruendosa de la oscuridad. Sus manos sostenían el cable del ventilador hasta que su madre le gritaba desde la cocina que se apurara, que se le iba a hacer tarde.

Pronto sus padres empezaron a notar que si Daniel no estaba cerca de alguna máquina eléctrica perdía fuerzas y se ponía pálido y desganado, sin ganas de hablar ni de jugar, era como si por dentro de él comenzara a ganar terreno una especie de opacidad, una sustancia de silencio que crecía hasta doblegar su entusiasmo. A sus padres, Daniel se les empezó a parecer a un enchufe, y no podían admitirlo.

Era tanta la emoción que el niño expresaba cuando estaba cerca de un enchufe que sus padres creyeron que se estaba volviendo loco. Así fue como lo metieron en un manicomio y allí vive rodeado de cosas eléctricas, feliz entre los ruidos de motores y encendidos de máquinas muy extrañas que le pegan al cuerpo para alimentarlo sin que él se los pida. La hora más preciada para Daniel es cuando lo vienen a buscar para suministrarle sus dosis diarias de elctro-shok. Fue lo mejor que pudieron hacer.

                                                                                   Arnaldo Jiménez

EL PARECIDO

6 octubre, 2010

 

            Ayer  me detuve frente a una vitrina de juguetes atraído por unos muñecos. Cuando muchacho, esa era mi obsesión. Permanecía largas horas mirándolos a través de los cristales.

            Recordé casi automáticamente los muñecos que tuve, los cuales no eran sin embargo mis juguetes preferidos, a mí no me gustaba perder el tiempo moviendo soldados o sumergiendo buzos en los pipotes de agua, era más dado a correr, a perseguir a mis amiguitos siendo yo uno de los policías y ellos los ladrones, también bailé trompo sobre la tierra de las plazas, jugué metras y gurrufíos. A los muñecos me fascinaba verlos detrás de los vidrios mostradores, allí estaban en su verdadero hogar, reunidos, limpios y ordenados. Desde el otro lado yo imaginaba que los estaba alborotando, que junto con ellos me ponía a trepar los techos y a colgarme de las lámparas.

            También recordé cómo los comerciantes adornaban las vidrieras en las épocas de carnaval y de diciembre. Los muñecos se veían inmersos en un mar de papelillos multicolores, serpentinas caracoleando por el aire y unas cuantas máscaras estratégicamente distribuidas. En diciembre ocurría otro tanto, algunos muñecos eran opacados por las imágenes intermitentes de los reyes magos o del niño   Jesús.  Otros lucían sus alegrías eternas haciendo poses ridículas al lado de un muñeco de nieve o de una gigantesca vela fabricada con anime y llama de escarcha azafranada.

            Ayer, cuando me detuve frente a la vitrina, me distraje con la imagen arrugada de mi rostro reflejada en la superficie del cristal, al fondo estaban unos muñecos cuyas miradas y sonrisas me parecieron falsas. Estaban ahí encerrados, ajenos a las molestias del sol y del viento. Maquillados vanamente, con largas pestañas y pupilas estáticas. Otra vez creí estar adentro, igual que ellos: frío, pálido, con una mirada sin destino. Luego me alejé impresionado por el parecido que las vitrinas tienen con las urnas.

                                                                                                       Arnaldo Jiménez

LASY

3 septiembre, 2010

Llegó a casa un día cualquiera de febrero. Mi tío Enrique tenía una semana de permiso. Fue él quien la vio, le puso un poco de agua en un perol de leche y unos restos de comida en una ponchera azul. Las personas no podemos sacarnos el pasado así como así, nadie cambia absolutamente. A pesar de que mi tío Enrique se tornó un ser calculador y disciplinado, con una fuerza de voluntad descomunal y extraordinariamente racional y lógico, sentía, y creo que nunca dejará de sentir, una atracción y una ternura intensas por los perros.

La perra se quedó echada en el jardín. Era baja y azafranada, con el pecho y el cuello blanco, alegre y juguetona. Mi tío la dejó porque había suficiente espacio. Mi hermana le puso el nombre, Lasy, así la llamó y ella entendía como si ese hubiese sido su nombre toda la vida.

El jardín, el garaje y el patio eran sus territorios. Desde el jardín custodiaba la casa como un hortelano armado con dientes y garras. Los pocos borrachos que por ahí solían zarandear sus pasos no lo siguieron haciendo. Los vecinos celebraron eso, pero cuando Lasy decidió meterse con hombres de corbata y maletín, ahí sí los vecinos se quejaron y nos instaban obsesivamente a que la botáramos. Ya Lasy tenía con nosotros como año y medio. La queríamos como si hubiese sido un familiar que no conocíamos y de pronto llegó al hogar para quedarse fielmente hasta el día de su muerte. Los reclamos se hicieron grotescamente repetitivos desde el día que ella mordió al doctor Medina. A los días, bajo una lloradera, la despedimos. La señora Mara la montó en su carro y la fue a botar por Mar Azul, una playa distanciada de casa  por más de cinco mil kilómetros. En la tarde del día siguiente, estábamos comiendo en un pequeño tinglado que teníamos en el patio cuando de improvisto escuchamos los ladridos de Lasy y al segundo su jadeo, sus pezuñas arañando nuestras ropas, lamiéndonos y meneando su cola. Le puse agua y comida, las devoró. Por la mañana la bañamos y jugamos con ella en el porche. A Lasy la botarían, por la misma razón, en cuatro ocasiones más, cada vez más lejos. Pero ella siempre regresaba, por las tardes regresaba. Tuvieron que  desistir de esa táctica y entonces decidieron envenenarla. Gracias a Dios que nos dimos cuenta a tiempo, le dimos leche y aceite, la purgamos y logramos salvarla. El moquillo fue quien vino a dar cuenta de ella, nada pudo hacer el collar de limones partidos, nada los menjurjes que preparaba mi abuela, nada el cariño. Yo sentí la resignación de mi perra, a parte de la enfermedad, ella tenía ganas de morir, y me veía con esa cara de más allá y de ya está bueno. Cuando la buscaba para abrazarla, ella se paraba y se iba a echar a otro lado, entonces desde su rincón de adiós, desde su suelo elegido para devolverle el calor a la tierra, ella me miraba y me decía que con los abrazos  lo  que  hacíamos  era  sufrir  más, sin  embargo,  fue  en  ellos  donde cayeron sus últimos salivazos.

En el garaje solíamos jugar pelotita de goma, yo la lanzaba contra una pared y ella la atajaba. También nos agarrábamos a golpe y ella fingía que me mordía, en algunas ocasiones Juancito jugaba con nosotros, él debe haberse sentido muy mal cuando vio a la señora Mara metiendo la puyita para que nos desasiéramos de Lasy.

Mi perra abría huecos grandes en el patio, hozaba frenéticamente por los apuros de la maternidad. Las matas de cambur parecían venirse abajo, la de mamón también pasaba trabajo cuando Lasy dejaba sus raíces al descubierto. Abría los huecos, no sólo para darle calor a sus críos, refrescar la preñez o guardar los panes duros y los huesos que luego, en lo que le pegaba el hambre, iba y desenterraba con maestría; también los abría para mudar a sus hijos si alguno de ellos había sido tocado por un ser humano.

La tarde que murió estaba cayendo una llovizna fría y plateada sobre la urbanización, cerca de mi casa una enorme canal llevaba la luz marronácea de las aguas hacia el mar. Busqué una carretilla prestada y la monté en ella, debajo colocamos unas sábanas floreadas. Mi hermana se deshizo en llantos y mi mamá y mi abuela se fueron tristes a sus habitaciones. Yo no podía con el peso de Lasy, la muerte la había hecho engordar un poco. Tenía su cordel de limones en el cuello, un pequeño colmillo se veía prominente, detenía a cada instante la carretilla, le acomodé el colmillo y me acerqué a su hocico tibio y la besé. Lloré sobre mi perra tan leve como la llovizna, en la frente le hice la señal de la cruz y la abracé con ternura y con cierta rabia por la despedida. Ella tenía los ojos apretados, cerrados para no ver el sueño de mi imagen. Por fin, al llegar a la canal, la cargué y bajé una pequeña cuesta, me resbalé y me caí, pero no la solté, ella cayó sobre mí y fue entonces cuando sentí toda la fuerza de su muerte, todo su calor, todo el pulso de su quietud. Una mariposa amarilla revoloteó sobre nosotros. La lancé y la corriente la cargó con toda su majestad desplazándola unos pocos metros antes de hundirla, Lasy alzaba el cuello mirándome con agradecimiento, se metía y volvía a salir, la mariposa apenas podía rozar su olor. Dejó de verse en las aguas de la canal, pero nunca se hundió en las de mis ojos.

Cada vez que decía a abrir sus huesas, mi abuela refunfuñaba:” ¡Allá va la perra esa a anunciarle la muerte a uno, ve a ver a quién carajo vas a enterrar ahí, oíste, ve a ver a quién!”.

LA GARRAPATA DISTRAIDA

21 agosto, 2010

 

Esta es la historia de una garrapata que se quedó viviendo en el pecho de una garza cuando ésta se posó sobre el lomo de una vaca.

La garrapata estaba acostumbrada a bambolearse dentro del pelambre castaño y hediondo a ropa humedecida. Se deleitaba con las tonadas de los campesinos en la ordeñada. Pero de pronto se vio invadida por un plumaje blanquecino plantado sobre una superficie lisa y rosada.

Nunca supo dónde estaba. Siguió pensando que vivía en la misma vaca, seguramente había ido a tener a una parte que no era el lomo. Podía estar en la lengua y a ésta le estaban naciendo alas. Podía estar en las orejas que de tanto oír rumores comenzaron a hervir y a llenarse de espumas. Tal vez, por qué no, estaba en el rabo, el cual en uno de esos coletazos que solía dar la vaca para espantarse los mosquitos, se sumergió en una cubeta repleta de leche y ahora parece un rabo de fantasma. Lo cierto es que el tiempo pasó y la garrapata se volvió vieja y achacosa en la espera de que la garza algún día mugiera.

                                                                     Arnaldo Jiménez

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                            Arnaldo Jiménez

UN POLLITO

21 agosto, 2010

 

Cuando llegó el pollito sentí que tenía un amigo a quien cuidar, y así lo hice. Lo metí en una caja de zapatos a la que perforé por todos lados, lo llevé al baño y lo guardé dentro de un viejo baúl de madera que nos ha acompañado en muchas mudanzas. El baño queda en el fondo de la casa, así que mi familia no me podía decir que el piar del animalito le molestaba. Todas las mañanas jugaba con el pollito, me acostaba en el piso y me lo ponía sobre la barriga. Él se quedaba quieto, luego saltaba y salía corriendo, era difícil agarrarlo, los pollitos son atletas que corren con las manos hacia atrás.

Mi mamá me lo compró un día que la acompañé al mercado de verduras, me gustó porque era el único pollito que tenía su color natural, los demás compañeros que estaban en la jaula tenían colores azules, rosados, verdes y rojos, se veían muy ridículos así. Los pollitos esperan siempre una mano amiga, pero a veces la misma mano que lo alimenta lo convierte en alimento.

Traté de hacerle no tanto una casa como un hogar, en la caja puse monte seco con hormigas y bastante tierra para que escarbara, afuera, en el baúl, coloqué un pote de mantequilla con agua. Siempre tuve miedo de que se lo fueran a comer las ratas, así que por las noches me lo llevaba a mi cuarto, cerraba la puerta por si acaso piaba y lo ponía cerca de la mesita donde estaba el ventilador, los pollitos fastidian de día, de noche ni se sienten. Los párpados se les cierran, se agachan, se acurrucan y dicen a soñar que son animales mudos. A los pollitos les da hipo cuando duermen.

Todos los días, al ir y venir del colegio, me metía en el baño a ver al pollito. Me gustaba echarle arroz y brozas de pan, porque después le pasaba los dedos por el buche y la comida se podía sentir enterita. Los pollitos cuando beben agua echan la cabeza hacia atrás y abren y cierran varias veces seguidas sus picos.

De vez en cuando metía al pollito dentro de mis manos y por entre los dedos le soplaba un aliento tibio, lo más tibio y cálido que yo pudiera, luego me lo pegaba de la barriga. Los pollitos se asustan con uno, pero al poco tiempo se acostumbran y les gustan que le hagan cariño. Siempre miran y saludan de reojo.

Un día llegué del colegio y no encontré al pollito en su baúl. Los ojos se me apagaron y las manos se me pusieron frías. Mi mamá me dijo que el pollito se había salido a la calle y ella no se percató sino al rato. Mi hermana y mi abuela salieron a buscarlo, pero no dieron con él. Apenas si escuché a mi mamá echándome el cuento del pollito porque sin quitarme el uniforme salí a ver si lo hallaba, tardé bastante, hasta se me olvidó comer. Los pollitos no saben dejar rastros, se van por ahí buscando lombrices y hormiguitas y después no saben devolverse.

 Sentado en una silla de la sala estuve pensando en lo que le esperaría al pollito fuera de la casa y de su baúl, mamá me había ocultado que el pollito murió decapitado porque la tapa del baúl le había caído encima. Yo sentía que todo era extraño, lo recuerdo, pero yo supe la verdad casi un año después. Sentado en la silla me imaginé que él estaba vivo. Los pollitos son muy delicados de salud, si les cae una llovizna encima les da gripe y se ponen tristes. Pero no importa porque yo sé que en el cielo Dios tiene un gran corral para los pollitos buenos y mi pollito era muy bueno, Dios les lanza maíz y los espanta para que no se vayan fuera del cielo, él los quiere a todos, con o sin cabeza. Los pollitos a veces vuelan bien alto.

                                                                                                      Arnaldo Jiménez